giovedì 24 luglio 2008

Pe. Ariel Busso


LOS DERECHOS Y OBLIGACIONES DEL CLÉRIGO EN LA SOCIEDAD CIVIL, A LA LUZ DEL CÓDIGO DE DERECHO CANÓNICO

Para nombrar algunas de las cuestiones que afectan al clérigo en la sociedad civil, se han tomado algunos aspectos de su vida. Aclaramos que el uso de la palabra clérigo es más amplio que la de sacerdote, que sólo incluye al presbítero y al orden, mientras que el primero también incluye al diácono, por lo tanto algunos de estos cánones excluye al diaconado permanente, pero sólo cuando el legislador lo expresa explícitamente.


La responsabilidad de los clérigos en los medios de comunicación social

Desde el inicio del descubrimiento y desarrollo de las posibilidades que otorgan los medios de comunicación social, la Iglesia, al tiempo que los utiliza para la evangelización, no ha dejado de hacer notar los riesgos contenidos en ellos. La comunicación pertenece a las necesidades fundamentales de la humanidad y cuando los mass media conquistan importancia en ella poseen un inmenso poder de influencia, también en el interior de la sociedad eclesial.

La participación de los clérigos y religiosos en emisiones televisivas sobre cuestiones de doctrina y moral, se encuentra la primera referencia en el canon 772§2
§ 2. Para hablar sobre temas de doctrina cristiana por radio o por televisión, se observarán las prescripciones establecidas por la Conferencia de Obispos.

Es el Obispo diocesano, moderador del ministerio de la Palabra en su diócesis[1], quien tiene la competencia de promulgar las normas sobre la predicación, vinculantes a todos. Se trata de establecer cuáles son los parámetros que deberán seguir los predicadores y de impedir o de imponer fin a todo eventual abuso o irregularidad.

En este canon, el acento no está puesto tanto sobre una particular forma de predicación (aunque en cierto sentido, podría tratarse también de una homilía, cuando se transmite alguna liturgia), sino en cuanto al medio concretamente usado, es decir la radio y la televisión, para comunicar el contenido de la predicación[2].

La materia es siempre las cuestiones doctrinales y las referentes a las costumbres. En cuanto quiénes son los sujetos pasivos se hace especial mención a los clérigos (diáconos, presbíteros y Obispos) y a los miembros de institutos de vida consagrada religiosos. Nada dice de los pertenecientes a institutos seculares y a sociedades de vida apostólica. Si bien la ley ha de interpretarse estrictamente[3], favorabilia amplianda, odiosa restringenda, sin embargo el espíritu parece tener una aplicación más amplia. Se entiende que los miembros de institutos seculares, por su propia naturaleza, aún cuando hayan emitido votos u otra forma de consagración, poseen el carisma distinto al del religioso. Así, la “secularidad” de su carisma, le permiten algunos matices, a semejanza del laico, en este sentido.

El sujeto activo, tal como ya se ha dicho, es el Ordinario en cuyo territorio está instalada la estación de radio o de televisión, aunque el sujeto pasivo se trate de un religioso de derecho pontificio.

Es necesario distinguir entre la participación habitual y la ocasional en los medios de comunicación social para que el Ordinario pueda exigir todos los requisitos y recaudos.
La autoridad eclesiástica otorgará mayor o menor control según los casos.

Las ultimas normativas poscodiciales

Las responsabilidades de los Pastores en este singular tema son las siguientes:

1º Responsabilidad de instruir a todos los fieles.
2º Responsabilidad con respecto a los medios de comunicación social.
3º Deber de intervenir con medios idóneos.
4º Responsabilidad de los Obispos diocesanos, en el ámbito de su propia diócesis y competencia, tienen el derecho-deber de vigilancia por ser los primeros responsables de la recta doctrina en materia de fe y costumbres[4].
5º Comunión con la Sede Apostólica.
Los Pastores mantendrán contacto con los Dicasterios de la Curia Romana, particularmente con la Congregación para la Doctrina de la Fe[5], a los cuales harán llegar las cuestiones que exceden su competencia[6] o que por cualquier motivo puedan considerar oportuno la intervención o la consulta a la Santa Sede. Comunicarán todo aquello que se considere relevante en materia doctrinal sea desde el punto de vista positivo o negativo, sugiriendo eventuales intervenciones.

La paternidad física y la adopción de menores por parte de los clérigos


No pueden considerarse como esporádicos los casos en los que algunos clérigos se han transformado en padres biológicos o han adoptado o intentan adoptar a menores. La situación afecta no solamente a sacerdotes sino también a diáconos transeúntes o permanentes célibes. En cada uno de los dos casos debe juzgarse teniendo en cuenta esta condición de célibes y por lo tanto preguntarse si esta situación es legítima y compatible con el ministerio y con el oficio encomendado.
Los argumentos que sostienen los que se encuentran en estas circunstancias son variados. Algunos afirman, acerca de la adopción, que se trata de un derecho natural que no encuentra ningún tipo de limitación por parte del derecho canónico, ya que en ninguna parte de la legislación vigente existen normas al respecto. Otros, a su vez, aún evaluándolo como una situación no habitual, sin embargo no consideran como algo que afecta a su condición de clérigo. En el caso concreto de aquellos que pertenecen a un institutos de vida consagrada religioso que hacen votos públicos de pobreza, castidad y obediencia, están en una situación que en los hechos influiría clara y negativamente en orden a la adopción, ya que los votos son limitaciones para que el menor se desarrolle normalmente en un medio adecuado. Pero refiriéndose al clero diocesano, con obligaciones solamente de castidad, pueden vivir en sociedad –dicen- ya sea solo o con su familia y ello no impide entonces que pueda integrar a un menor a esa vida dentro y desde el mundo. Interpretan así que el canon 277 obliga a los clérigos a la continencia perpetua y perfecta y por lo tanto a guardar el celibato, pero no implica la pérdida de la aptitud nupcial, sino sólo la renuncia a la misma[7]. Algunos autores así razonan: “El problema de si conviene o no que los sacerdotes adopten, atañe al orden religioso, no al civil. Y aun desde aquel ángulo, la adopción es perfectamente compatible con la dignidad y la castidad propia del estado sacerdotal. Es claro que si se tratara de un religioso ligado por obediencia a órdenes monásticas severas, el juez podría considerar que la adopción no es conveniente al menor”[8].
Para el caso de la paternidad física se conjugan muchos otros elementos que el de la adopción, ya que, por una parte, es necesario observar las obligaciones naturales surgidas de la situación precedente hacia la otra parte o hacia el hijo y, por otra, su condición de célibe que ha asumido voluntaria y perpetuamente al ordenarse de clérigo no casado.
En estas dos situaciones se encuentran necesariamente involucradas personas e instituciones, tanto eclesiásticas como del orden civil. El clérigo, los superiores de clérigos, la mujer (en el caso de la paternidad física), la familia de la mujer, el menor respectivo, la comunidad confiada al clérigo, la diócesis a la que pertenece, la Iglesia entera, la justicia de menores y otras instituciones que eventualmente puedan tener relación al caso, quedan comprometidas en la situación, cada uno a su manera.

Sin tener en cuenta los efectos jurídicos que tanto la paternidad física como la adopción poseen, interesa especialmente subrayar la relación que crea la adopción entre el adoptante y el adoptado. Esta relación entre el padre y el hijo es tanto más particular en el caso de la paternidad física. Pero la afectividad del clérigo se encontrará afectada en cualquiera de los dos casos porque, además de la naturaleza misma de la cosa, la educación que el clérigo ha recibido en su formación ha excluido de antemano cualquiera de las dos situaciones. No se trata de limitar la naturaleza sino precisamente de tener en cuenta la índole que posee la misma condición del clérigo celibatario.
La relación de paternidad-filiación no puede considerarse únicamente desde el punto de vista jurídico y patrimonial, porque la principal cuestión de esta relación radica en la afectividad. Si solamente se tuviera en cuenta la cuestión jurídica o se refiriera a la legítima hereditaria podría concebirse todo esto como una situación, de suyo, solucionable, porque el derecho posee los medios adecuados para lograr estos fines. Pero, entre el adoptante y el adoptado y, más aún entre el padre y el hijo biológico, se crean lazos afectivos donde la castidad celibataria asumida en la ordenación diaconal que los obliga a observar “una continencia perfecta y perpetua por el Reino de los cielos... para unirse más fácilmente a Cristo con un corazón entero y dedicarse con mayor libertad al servicio de Dios y de los hombres”[9], se verá particularmente comprometida. La castidad la manifiesta asumiendo voluntariamente el celibato eclesiástico, con todo lo que ello conlleva.
La exigencia que solicita la Iglesia al clérigo en este sentido es una expresión de totalidad de la donación de sí mismo a Dios, que va desde la renuncia al matrimonio, comprendiendo también la paternidad natural, para recibir como don de Dios, una paternidad espiritual donde la exclusividad de cualquier clase queda descartada. Tener un hijo propio o adoptar uno ajeno es siempre una limitación para desarrollar y vivir una paternidad espiritual destinada a todos. Muchas veces la ley del celibato viene expresada como una disposición disciplinaria de la Iglesia, pero se debe recordar que su motivación más profunda se encuentra en la configuración del sacerdote con Cristo, esposo de la Iglesia, la cual es amada por Él de un modo exclusivo y total. La toma de conciencia de esta situación confiere mayor eficacia al ministerio del clérigo porque unirá a su promesa voluntaria la realidad esponsal que corresponde a su carisma.
El celibato, en sí mismo considerado, no surge primeramente de la legislación eclesiástica. Debe considerarse como un don del espíritu, como un carisma y como una respuesta libre que una persona da a ese don. Por eso no se trata de una obligación jurídica sino, sobre todo, de una condición moral. El orden a tener en cuenta es teológico porque procede de una especial relación entre el que ha sido llamado al celibato y Dios mismo. En la Iglesia latina se conserva esta visión tanto para los sacerdotes como para los diáconos transeúntes y para aquellos permanentes celibatarios.

Por todo lo dicho podemos llegar a las siguientes conclusiones:
1- El sacerdote que se transforma en padre físico, limita enormemente la actividad misma de la Iglesia además de la suya propia, porque de este modo uno de sus carismas ha sido singularmente rechazado. En el orden canónico existen para este caso algunas normas en el derecho penal, pero siempre y cuando a la paternidad física le precedan otros delitos, como en el caso del que atenta matrimonio, aunque sólo civilmente si, después de haber sido amonestado, no cambia su conducta y continúa dando escándalo[10]; también en el caso del clérigo concubinario o si permanece con escándalo en otro pecado externo contra el sexto mandamiento del Decálogo[11] y, por último, si ha cometido un delito contra este mismo mandamiento, con violencia o amenazas o públicamente o con un menor que no haya cumplido dieciséis años de edad[12]. Si bien es cierto que la concepción de un hijo por parte del clérigo puede incluirse muchas veces en algunos de los casos precedentes, no lo es menos que existen excepciones de hecho donde el superior no encuentra el modo adecuado de proceder. En tal caso deben tenerse en cuenta las circunstancias particulares que lo componen y se debe seguir las normas que el Obispo diocesano decida aplicar. En ésta delicada situación se tratará de proporcionar toda la ayuda necesaria al clérigo en cuestión, para que él mismo (y no los Superiores) asuma todas las responsabilidades que el derecho natural y las leyes civiles le imponen en relación a la madre y al menor. No son los superiores jerárquicos quienes de primera mano deberán hacerse cargo de los errores cometidos por el clérigo. Y el Obispo no olvidará la justicia debida a la comunidad que ha quedado herida en estas circunstancias. No basta que el clérigo sea privado del oficio que desempeñaba hasta entonces, que será la primera medida medicinal, sino que buscará de todas maneras curar esas heridas transfiriendo allí a otro clérigo capaz de propagar la esperanza convenientemente. La continuidad del clérigo celibatario transformado ahora también en padre físico, será de dificultoso camino y cuya aceptación pertenece a la discrecionalidad del Obispo diocesano, teniendo en cuenta a todas las personas, sin excepción, que se encuentran involucrados en esta situación.


2- En el caso de la adopción se debe recordar que el Directorio Tota Ecclesiae expresa que la ley eclesiástica del celibato, por una parte confirma el carisma mostrando la íntima conexión del ministro sagrado con Cristo y con la Iglesia y, por otra, tutela la libertad de aquel que lo asume[13]. El celibato sacerdotal es más que la simple castidad y no se identifica con el hecho de no estar casado o con la continencia sexual, es la renuncia a una triple tendencia natural: la función genital, el amor conyugal y la paternidad humana “por amor al Reino de los cielos”. Constituye un modo verdaderamente auténtico de testimoniar los valores religiosos y por ello no es una negación o una fuga sino una sublimación de la sexualidad[14]. Por lo tanto el contenido de la obligación del celibato eclesiástico es también renuncia a la paternidad humana como presupuesto a la paternidad espiritual, ya que es el contenido del carisma del ministerio sacerdotal y expresión de la donación de sí mismo.
La paternidad natural o adoptiva, lo mismo que el matrimonio, coartan necesariamente el “ser para los otros” ya que prevalecen los límites de la familia natural. La esponsalidad espiritual con la Iglesia o la paternidad de los hijos de Dios, abre al amor que no viene de la carne ni de la sangre, sino de los hijos de Dios. Así, la renuncia a la paternidad natural es también signo de la trascendencia de la realización histórica del hombre y de la esperanza en una posteridad[15].

En el plano de la norma jurídica, el canon 285§§1y2 dice:
“§ 1. Los clérigos se abstengan por completo de todo aquello que desdice de su estado, según las prescripciones del derecho particular.
§ 2. Los clérigos eviten aquellas cosas que, aun no siendo indecorosas, son sin embargo extrañas al estado clerical”.

Junto con otros cánones tutela la identidad del ministro sagrado de la Iglesia llamado por Dios a consagrarse a su servicio. Si bien es cierto que la validez de los actos ministeriales no depende del estilo de vida que lleve el ministro, sin embargo influye en la eficacia apostólica. El contenido del carisma de servicio que posee el clérigo incluye, sobre todo, la paternidad espiritual y, sumado éste al carácter consacratorio que posee la castidad celibataria desde el momento de la ordenación diaconal, deberá evitar todo aquello que no esté en armonía con el contenido de esa virtud.

Por todo ello es posible concluir que la adopción de menores por parte de clérigos es altamente inconveniente. Las razones se encuentran principalmente, como ya se ha dicho, no en la naturaleza jurídica sino en la consagración personal que se expresa teológica y espiritualmente en el celibato. Aparecen sí algunas dificultades en la prohibición de administrar bienes en los casos de tutela y curatela sin licencia del Ordinario[16]. Pero aunque no existe una prohibición explícita en el Código de Derecho Canónico, la vida y misión del clérigo no pueden ser llevadas con una visión minimalista. Se trata de buscar el mejor modo posible de conjugar el don recibido y su ejercicio en el ministerio. Un clérigo que adopte un menor, aún con la mejor intención de proveer sus necesidades materiales y/o afectivas, no deberá olvidar que creará en él mismo una relación con el adoptado a semejanza de la que se tiene en la paternidad natural. Su mundo afectivo se verá comprometido y la donación de sí mismo en la Iglesia tendrá la limitación que precisamente pretende eliminar el celibato.
La situación que crea la adopción en el mundo afectivo del clérigo no es la única. Puede suceder también en cualquier otro tipo de particularización expresada especialmente con algunos de sus familiares o amigos. Aún permaneciendo en los límites de la continencia, no pocas relaciones, consanguíneas o no, son muestra de una compensación afectiva que no está integrada en la virtud sobrenatural de la castidad celibataria. No existe una tercera vía entre el matrimonio y el celibato, porque el don ofrecido es y debe ser totalizante, tanto en el sacramento del matrimonio como en la llamada a la virtud de la castidad del celibato por el Reino de los Cielos. El ligamen con la parentela legal o la consanguínea deberá estar integrado en el estado de vida que libremente se ha asumido, tanto en el matrimonio como en el celibato. La libertad buscada no es solamente “frente a”, ni tampoco “libertad de”, sino especialmente “libertad para”. Anunciar el Evangelio con autoridad quiere decir –necesaria y contemporáneamente- exhibir también el testimonio de un amor fraterno e incondicionado. El clérigo custodia la propia libertad para poder amar en plenitud con todos los medios que la Iglesia pone a su alcance. El daño provocado a la evangelización por la falta de libertad afectiva, en todas sus formas, es muy grande para no ser tenido en cuenta. Todas las personas se dan cuenta cuando son amadas por alguien que ha aprendido a conservar la libertad interior y la expresa convenientemente en este sentido. Y, por supuesto, también son conscientes de lo contrario.

El Obispo diocesano puede prohibir a un clérigo que realice una adopción legal porque es el custodio de toda la vida de la Iglesia a él confiada. No puede sostenerse que tal prohibición sería una violación de un derecho natural. En primer lugar porque no está claro, en sí mismo, que la adopción pertenezca al derecho subjetivo de cualquier persona, ya que sí lo es si se lo refiere al matrimonio pero no a quién ha hecho renuncia voluntaria a él. Y en segundo lugar, porque corresponde al Obispo diocesano atender con peculiar solicitud a los presbíteros, defender sus derechos y cuidar de que cumplan debidamente las obligaciones propias de su estado[17]. La intervención de la autoridad eclesiástica será el modo de regular convenientemente esta situación y por lo tanto es siempre absolutamente legítima.

Las asociaciones prohibidas a todos los clérigos

Las asociaciones prohibidas a todos los clérigos, no solamente a los diocesanos, son las que se detallan en el canon 278§3.
“§ 3. Los clérigos absténganse de constituir o de participar en asociaciones cuya finalidad o actividad sea incompatible con las obligaciones propias del estado clerical o que puedan ser obstáculo para el cumplimiento diligente de la tarea que les ha sido encomendada por la autoridad eclesiástica competente”.
La Declaración de la Sagrada Congregación para el Clero Quidam Episcopi[18], prohíbe a los clérigos:
1º Pertenecer a aquellas asociaciones que van en contra de la comunión jerárquica de la Iglesia y dañan la identidad sacerdotal.
No está permitido, ni tampoco se puede permitir, que el derecho de asociación del clero, tanto en el ámbito eclesial como en el civil, sea ejercido formando parte de asociaciones o movimientos que impidan la comunión jerárquica de la Iglesia y dañen la identidad sacerdotal y el cumplimiento de los deberes que los sacerdotes realizan al servicio del Pueblo de Dios[19].
2º Asociarse a aquellas que persiguen fines relativos a la política.
Aunque no sean éstas asociaciones de carácter clericales sino sólo erigidas civilmente, pero con fines políticos, abierta u ocultamente, y aunque “aparezcan externamente buscando favorecer ideales humanitarios, de paz o de progreso social”[20]. Estas asociaciones causan discordias en el Pueblo de Dios y rompen la comunión eclesial[21].
3º Promover y asociarse a las que intentan juntar a diáconos y a presbíteros en forma de sindicato.
Se trata de asociaciones que pretenden reunir a todos los clérigos, cambiando el ministerio sagrado por una profesión o un oficio, donde el Obispo se constituye en empleador y ellos en empleados. La comunión eclesial es reducida a una relación laboral. La principal finalidad parece estar en el poder que adquiere la asociación por la “unión sindical”, transformándose así en verdaderos grupos de presión para obtener reformas inadecuadas en la estructura de la Iglesia. Son consideradas, en sí mismas, como improcedentes y por lo tanto prohibidas para todos los clérigos[22].
4º Inscribirse en una asociación que maquina contra la Iglesia[23].
En la legislación anterior, en el Código de Derecho Canónico de 1917, se prescribía: “Excomunión reservada simplemente a la Sede Apostólica” a quien diera el nombre a una secta masónica o a otra asociación del mismo género, “que maquinan contra la Iglesia o contra las potestades civiles legítimas”[24]. Se entendía por estas sociedades a aquellas que tenían, como fin propio, el desarrollo de una actividad subversiva valiéndose para ello de medios ilícitos[25].
Una Instrucción del Santo Oficio[26], señala que se comprenden bajo este canon, todas aquellas asociaciones que exigen juramento de guardar absoluto secreto y de prestar ciega obediencia a todos los jefes, cuyos mandatos y figuras se constituyen en el misterio.
Ya cerca de la promulgación del Código actual, el 19 de julio de 1974[27], la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, interpretando el valor del canon 2335 del Código de Derecho Canónico de 1917, envió una Carta a las Conferencias Episcopales. Se señalaba en aquella oportunidad que la ley penal debe ser interpretada en sentido estricto y por eso, este canon, se debe aplicar sólo a los católicos que se inscriben en asociaciones que de hecho actúan en contra de la Iglesia. Sin embargo, eso no cambiaba la ley que prohibía a los clérigos, religiosos y miembros de institutos seculares, de inscribirse en asociaciones masónicas.
El 17 de febrero de 1981, se reafirmó, por parte del mismo Dicasterio, la posición doctrinal de la Iglesia respecto a las asociaciones masónicas y a otras del mismo tenor. Allí se precisó que la disciplina canónica no había sido modificada y por lo tanto no estaban abrogadas ni la excomunión, ni las demás penas previstas en el Código[28].

La actual normativa es la siguiente:
“Quien se inscribe en una asociación que maquina contra la Iglesia, debe ser castigado con una pena justa; quien en cambio promueve o dirige una asociación de ese tipo, debe ser castigado con entredicho”[29].
Según el canon, el delito se comete con la inscripción y no con la simple asistencia a los lugares de reunión. La inscripción debe entenderse en sentido amplio, porque en muchas de esas asociaciones no existe inscripción propiamente dicha debido el carácter secreto, pero sí ritos o procedimientos de iniciación. En tales casos debe tenérselos a estos como sinónimo de inscripción. Los delitos que puedan cometerse después, como consecuencia de este hecho, no están incluidos en esta norma y deben considerarse individualmente. El delito permanece mientras permanece la inscripción.
La asociación ha de tener, como el fin principal o como uno de sus fines, realizar actos en contra de la Iglesia. A diferencia del Código piobenedictino, no se nombra a la secta masónica explícitamente, sino que la incluye en un supuesto general.
Pero después de la promulgación del actual Código de Derecho Canónico y a raíz de esta no mención explícita, ante la duda de si el juicio de la Iglesia ha cambiado respecto a la masonería, se respondió que el juicio permanece inmutable, es decir negativo, porque los principios son inconciliables con los de la Iglesia católica. Por lo tanto, la inscripción de un católico a la secta masónica permanece prohibida. Los fieles que pertenecen a las asociaciones masónicas se encuentran en estado de pecado grave y no pueden acceder a la comunión[30].
Un caso especial fue el del Rotary Club, ya que este se encontraba entre las asociaciones prohibidas para los clérigos[31] debido especialmente a la mentalidad que los guiaba[32]. Sin embargo, la norma que rige actualmente, considerando el canon 1374 y las respuestas precedentes a la promulgación del Código de Derecho Canónico, deja a las Conferencias Episcopales respectivas, la facultad de permitir la inscripción de los clérigos y religiosos a esta asociación[33].
El derecho de asociación de los clérigos debe entenderse únicamente con carácter instrumental, especialmente para las que “estimulan a la santidad en el ejercicio del ministerio y favorecen a la unidad de los clérigos entre sí y con el propio Obispo[34]. Por lo tanto, la prohibición asociativa que expresan concretamente las normas, no debe entenderse como limitaciones de la libertad de los clérigos, sino “como un requerimiento de utilización a la libertad, conforme a la condición jurídica asumida, como fruto, justamente, de la propia libertad”[35].
5º No tomar parte activa en los partidos políticos ni conducir asociaciones sindicales[36].

LO QUE CONVIENE AL ESTADO CLERICAL EN SU RELACIÓN CON LA SOCIEDAD CIVIL

En orden sistemático puede hacerse referencia a los distintos ámbitos en los cuales el clérigo realiza su misión apostólica. Si bien es cierto que las circunstancias que rodean a la misión sagrada no deben excluir de antemano ningún espacio ni tiempo, no por ello se debe olvidar la condición sagrada de lo que el clérigo es y de lo que en sí mismo representa, cualquiera sea su obra apostólica. El estado clerical supone dignidad divina por lo que debe ofrecer y celebrar. El contenido del mensaje de fe puede quedar oscurecido por la limitación del mensajero, y es por ello que el cuidado en este sentido no es sólo conveniente sino necesario.
Para una mejor comprensión de la norma canónica se ha buscado diferenciarla en los distintos espacios apostólicos:
1- En el ámbito social[37];
2- En el ámbito político[38];
3- En el ámbito económico[39];
4- En el ámbito militar[40];


En el ámbito social

El canon 285§1 prohíbe las actividades llamadas indecorosas. El canon 285§2 prohíbe lo que aún no siendo indecoroso, desdiga a la vida del sacerdote. Corresponde al derecho particular concretizar cuales son estas situaciones a las que hace referencia.
En general alude a todas aquellas ocupaciones que “desdigan” o sean “extrañas” a la vida clerical y así le son impropias, aunque no aparezcan contempladas específicamente en esta u otras leyes. Por lo tanto deben tenerse en cuenta las circunstancias de tiempo y de lugar de la Iglesia particular y del mismo clérigo.
En el Código de 1917[41] se citaba con precisión determinados comportamientos. Las prohibiciones que incluían estos cánones fueron tomadas al pie de la letra de diferentes Decretales o de textos conciliares anteriores.
Por “profesiones indecorosas”, se entendía, por ejemplo, el de encargado de tabernas, el de carnicero, el de actor de teatro, el de bufón u otra forma de conexión con el mundo del espectáculo.
Por “juegos de azar”, la ley entendía además de la frecuencia y afección al juego, la prohibición de apostar fuertes sumas. Dejaba como lícito apostar aquella cantidad que se estimaba “según lo común a gente honesta”[42].
Sobre “la caza” la prohibición era total, pero especialmente estaba prohibida la “clamorosa” (la otra, se llama “tranquila”) que consiste en uso de perros de caza, instrumentos sonoros, asistentes y otros animales de tiro o vehículos especiales. La Congregación del Concilio declaró, el 11 de junio de 1921, que el Obispo no podía prohibir a sus clérigos la caza no clamorosa con pena de suspensión ipso facto, a no ser que existieran graves y especiales razones[43].
La prohibición de asistir a espectáculos públicos, estaba subordinada a cualquiera de los dos presupuestos: “Si desdecían su condición” de clérigos o si “su presencia causaba escándalo”[44]. La interdicción incluía: asistencia a espectáculos públicos mundanos o de cierta ligereza –pompae-, corridas de toros, etc., pero siempre que se cumpliera con aquellas condiciones. En cuanto a la asistencia a espectáculos de cine, hay distintas praxis observadas, que van desde la prohibición total[45] hasta no incluir la cinematografía entre las limitaciones a los clérigos, en este canon[46].

La norma actual, redactada en forma genérica, subraya la necesidad de rechazar conductas impropias del clérigo. Las normas particulares se ajustarán mejor a la cultura, al lugar y al tiempo, aunque no manda a legislar a las Conferencias Episcopales, ni a los Ordinarios, en este sentido. Sin embargo, en el caso en que se redactasen normas al respecto, corresponderá a cada Obispo en su diócesis y no a la Conferencia Episcopal en su conjunto, debido a lo particularísimo del tema.
Algunas de estas prescripciones se encuentran claramente ligadas con la obligación que posee el clérigo de llevar una vida sencilla. Y, por lo tanto, se abstendrá de todo aquello que pueda parecer vanidad[47]. En otros casos, en cambio, se trata de salvaguardar los signos sagrados que posee el ministerio sacerdotal. Así, aunque no esté expresamente dicho en el Código actual, la autoridad competente podrá declarar alguna conducta llevada por un clérigo, como extraña a la vida clerical pudiendo invocar el canon 285§1. Por este motivo, por ejemplo, se declaró, en su momento la prohibición a los clérigos y a los religiosos de ejercer como psicoanalistas[48].


En el ámbito político

Los oficios públicos que comportan una participación en el ejercicio del poder civil están reglamentados en el canon 285§3.
“§ 3. Se prohíbe a los clérigos asumir oficios públicos que llevan consigo una participación en el ejercicio de la potestad civil”.

Esta potestad se entiende tanto en la legislativa, como en la judicial o en la administrativa. El Ordinario del lugar puede dispensar de esta prohibición, siguiendo las leyes generales de la dispensa canónica[49].
La violación de ésta norma puede dar lugar a sanciones penales por vía de precepto singular, pero también aplicando el canon 1399 que canoniza el principio de discrecionalidad en materia penal, en casos de gravedad de la infracción y surja la necesidad de prevenir y de reparar escándalos.
El antiguo Código de Derecho Canónico de 1917 prescribía “no solicitar” cargos de senadores o de diputados, ni “aceptarlos” sin licencia de la Santa Sede donde hubiere prohibición pontificia, o sin licencia del Ordinario suyo o del lugar en que se ha de hacer la elección[50]. La comisión intérprete del Código de Derecho Canónico de 1917, había concluido que los Cardenales, Arzobispos u Obispos sólo podían acceder a esos cargos legislativos, si en virtud de una ley civil vigente tenían ya esos cargos y hubieran sido aprobados también por la Santa Sede. Además sostenía que los Ordinarios debían ser más bien severos que fáciles a la hora de otorgar estas licencias[51]. La Sagrada Congregación del Concilio prohibió a los eclesiásticos la acción política, si en ella no se conformaban las instrucciones de la Sede Apostólica, cargando con pena canónica aplicada para el que así no lo hiciere[52].
La prohibición del canon actual, no entiende sólo la de la potestad legislativa, sino la de cualquier “participación en el ejercicio de la potestad civil”, sin distinción de sus formas. La redacción es de estricta prohibición –vetantur- y por lo tanto en forma expresa.


En el ámbito económico[53]

Le queda prohibido a los clérigos la administración de bienes laicales[54], ya sea mediante la gestión de patrimonios pertenecientes a particulares o a empresas o a sociedades civiles o a la administración pública.
Lo prohibido por el canon es toda aquella gestión que entrañe rendición de cuentas.
Si la actividad desempeñada fuera profesional, la prohibición es la que prescribe el canon 286.
La prohibición no alcanza al patrimonio propio, siempre que no sea o se transforme en profesional.
El canon también prohíbe salir fiadores, incluso con sus propios bienes. Se llama fianza al contrato por el cual se obliga uno a pagar o a cumplir con un tercero, en el caso de no hacerlo éste mismo. Por eso, se incluye en la prohibición de esta norma también al aval, mediante el cual se afianza el pago de una letra.
También se prohíbe firmar documentos en los que se asuma la obligación de pagar una cantidad de dinero sin concretar la causa. Esto es una medida dirigida a limitar los riesgos del patrimonio eclesiástico y a no exponer, sin la debida prudencia, la figura del ministro sagrado que representa visiblemente el rostro de la Iglesia. Han desaparecido del canon, la prohibición que la legislación anterior hacía al clérigo de salir de testigo, ni de tomar parte alguna sin necesidad, de los juicios laicales criminales, ni la de ser abogados o procuradores en los mismos. En este último caso sólo se permitía cuando ejercían esos oficios en los tribunales eclesiásticos o en causa propia o de la Iglesia, en el fuero civil[55]. Esta norma actual del canon no obliga a los diáconos permanentes[56].


En el ámbito militar

El canon 289§1 manda que nadie se presente voluntariamente a hacer el servicio militar, como también invita a que se acojan a las exenciones que algunos Estados establecen a los clérigos en este aspecto[57].
“§ 1. Dado que el servicio militar es menos congruente con el estado clerical, los clérigos y asimismo los candidatos a las órdenes sagradas no se presenten voluntariamente a la milicia, si no es con licencia de su Ordinario.
§ 2. Los clérigos han de utilizar las exenciones que, para no ejercer cargos ni oficios civiles públicos extraños al estado clerical, les conceden las leyes y acuerdos o costumbres, a no ser que el Ordinario propio determine otra cosa en casos particulares”[58].
El canon no plantea la cuestión moral de la vida militar, sino que afirma que esta forma de vivir no va acorde con la vida del clérigo. La normativa se refiere a “presentarse voluntariamente” y hace alusión a lo que comúnmente se conoce como “Ley civil del servicio militar” que obliga también a los clérigos según algunas legislaciones. El canon también se refiere al servicio militar propiamente dicho, a aquél que supone la portación de armas. Por lo tanto no excluye directamente a ciertos servicios auxiliares. Deberá tenerse en cuenta también, para la aplicación de esta norma, la legislación vigente en cada país, especialmente cuando media una situación concordataria que regula la actuación de los clérigos en las fuerzas armadas. A su vez, la figura de la objeción de conciencia, si posee tutela jurídica en ese país, también posee conexión con el actual canon y es legítimo su uso por parte también del clérigo, cuando su situación no está incluida en las excepciones.
La legislación sobre el servicio militar incluye también a los diáconos permanentes.


[1] Cf. cáns. 756§2; 386§1; 392§2.
[2] Cf. can. 768.
[3] Cf. can. 18.
[4] Cf. cáns. 386, 392, 753 y 756§2.
[5] Cf. can. 360; CA PB art. 48-55.
[6] Cf. CA PB art. 13.
[7] Cf. Sentencia del Juzgado de menores, 3º nominación, Córdoba, 16-IX-1987. El Derecho, Buenos Aires, (1990) t. 136 p. 695.
[8] G. A. Borda, Tratado de derecho civil, Familia, T. II, Buenos Aires (1977)6 p. 149.
[9] Can. 177§1; PO n. 16.
[10] Cf. can. 1394§1.
[11] Cf. can. 1395§1.
[12] Cf. can. 1395§2.
[13] Cf. n. 58.
[14] Cf. CPC. Orientamenti educativi per la formazione all celibato sacerdotale n. 47.
[15] Cf. G. Ghirlanda, Celibato e adozione di menorenni da parte di chierici, Periodica 92 (2003) pp. 383-415.
[16] Cf. can. 285§3.
[17] Cf. can. 384.
[18] Quidam Episcopi, del 8-III-1982.
[19] Cf. n. 1.
[20] R. Cabrera López, El derecho de asociación del presbítero diocesano, Roma (2002) p. 92.
[21] Cf. n. 3.
[22] Cf. n. 4.
[23] Cf. can. 1374.
[24] Can. 2335 CIC´17.
[25] Sociedades nihilistas, anarquistas o comunistas. Cf. L. Míguelez, Comentario al canon 2335 CIC´17, Madrid (1945).
[26] Del 10-V-1884 Cf. L. Míguelez, Comentario al canon 2335 CIC´17, Madrid (1945).
[27] SCDF, Carta Circular, Complures episcopi.
[28] Cf. Decl. SCDF.
[29] Can. 1374.
[30] Cf. SCDF. Decl. Quaesitum est, del 26-XI-83.
[31] Cf. SCCons., Dubium, del 4-II-1929; SCSO, Decretum 20-XII-50.
[32] Cf. Pablo VI, Aloc. Una parola, a los socios italianos del Rotary Club, del 20-III-65.
[33] Cf. SCDF, Respuesta, del 22-XII-73.
[34] Cf. PO n. 8; Direct. TE n. 88.
[35] Cf. J. Otaduy, CECIC. Comentario al can. 278, T. II/I, p. 342.
[36] Cf. can. 287§2.
[37] Cf. can. 285§1 y 2.
[38] Cf. cáns. 285§3 y 287.
[39] Cf. cáns. 285§4 y 286.
[40] Cf. can. 289§1.
[41] Cf. cáns. 138 al 142 CIC´17.
[42] Cf. R. Naz, op. cit. pág. 851, vol. 3.
[43] Cf. AAS 13 (1921) p. 498.
[44] Cf. can. 140 CIC´17.
[45] Decretos del Cardenal Vicario de Roma de 1909 y 1918.
[46] Cf. R. Naz, op. cit. p. 852: “Le Code n´interdit pas l´assistence aux représentation de cinéma, même publiques”.
[47] Cf. can. 282§1; Direct. TE n. 67.
[48] Cf. SCSO, del 15-VII-61. Este Monitum no parece haber sido abrogado por las normas actuales.
[49] Cf. can. 87.
[50] Cf. can. 139§4 CIC´17.
[51] Cf. Comisión de Interpretación del CIC´17, del 22-IV-22.
[52] Cf. SCConc., del 15-III-27.
[53] El tema fue explayado anteriormente al hacer referencia a la sencillez de vida que corresponde al presbítero.
[54] Cf. can. 285§4.
[55] Cf. can. 139§3 CIC´17.
[56] Cf. can. 288.
[57] Cf. can. 289§2.
[58] Can. 289.

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