giovedì 24 luglio 2008

Prof. Alberto de la Hera


CONFESIONES RELIGIOSAS Y MEDIOS DE COMUNICACIÓN


Prof. Alberto de la Hera
Universidad Complutense de Madrid



Me ha correspondido, en el Programa de este VI Coloquio del Consorcio Latinoamericano de Libertad Religiosa, ocuparme de las Confesiones Religiosas y los Medios de Comunicación desde un punto de vista general. Entiendo que no se trata de presentar y analizar una normativa determinada: las normas de proyección internacional, o las leyes nacionales de uno o varios países concretos, que toquen de algún modo esta materia. Tal es el cometido de otras varias de las Ponencias, que asumen la perspectiva social y jurídica que es propia en este terreno de las diferentes naciones que integran el ámbito latinoamericano. Por mi parte, pienso que debo afrontar la cuestión desde un enfoque teórico y doctrinal, intentando en lo posible elaborar una visión de cuáles pueden ser las líneas maestras de la relación entre ambas realidades, las Confesiones y los Media. Se tratará, pues, de unas reflexiones en voz alta, al hilo de la problemática que nos ofrece el mundo actual en relación con la presencia del tema religioso en los medios de comunicación.

La sociedad presente puede ser calificada como una sociedad de la información; no es tan sólo que se tienda a que estemos informados de todo cuanto sucede, en cualquier ámbito del mundo, tan pronto como sucede, ni que se nos conduzca a interesarnos por lo que los media deciden que nos tiene que interesar. Todo eso son coordenadas de este momento de la historia que, para aceptarlas o rechazarlas, tenemos en todo caso que asumir. Pero se va más allá. El actual concepto de sociedad de la información ha superado incluso esos parámetros, y las redes de telecomunicaciones –no sé si es acierto o ignorancia el identificar éstas en especial con “internet”- son hoy un importantísimo vehículo de formación de los seres humanos, con mayor influencia en las mentes que la familia, la escuela o la universidad; lo que fundamentalmente hoy sabe el hombre actual es mucho más lo que le enseñan los medios que lo que le enseñan los maestros, empleando esta palabra en su acepción más amplia. Y esa “información formativa” que nace de los medios de comunicación alcanza también la temática religiosa.
Y, a partir de aquí, cabe hacerse una pregunta: la importancia y la influencia que alcanza cada tipo de información ¿responde a la demanda social, o son los medios los que crean, u orientan, esta demanda para satisfacerla luego?

En concreto, la demanda social de información y de formación religiosas ha de ser satisfecha en buena parte por las Confesiones, obligadas en consecuencia a la utilización de los modernos medios de comunicación. Éstos poseen la posibilidad de satisfacer tal demanda, de desviarla, de orientarla en diversos sentidos, de reducirla; la libertad de las Confesiones para ejercer el derecho de manifestación, expresión y enseñanza puede verse así comprometido en un grado mayor o menor. Toca al Estado velar para que tal cosa no tenga lugar, debiendo prestar las garantías oportunas al respecto, en la medida en que, a) posee canales propios de información; b) ha de garantizar a las Confesiones la posesión asimismo de sus propios canales; c) y ha de atender también a que otros canales privados no utilicen su libertad de expresión para violar las normas internacionales e internas que garantizan el respeto a la verdad. En tales condiciones, la demanda social de información religiosa será la que realmente sea y obtendrá la respuesta en los medios que realmente demande.
La garantía por parte del Estado a que acabamos de aludir supone la protección de la libertad de comunicación y manifestación, del pluralismo, del bien individual y colectivo, del acceso libre a los programas y fuentes de contenido religioso, del respeto a los valores y las convicciones. Y si todo ello ha de estar proclamado y reconocido como derecho de los individuos y de las colectividades por parte de los poderes públicos, toca a éstos muy particularmente la sanción penal, cuyo doble sentido preventivo y punitivo supone la más eficaz tutela de la justicia.

Si lo antedicho, en su evidente y superficial generalización, es de lógica e inmediata aplicación a los medios de comunicación que hasta fechas recientes han cubierto este mercado social –prensa, radio, televisión...-, su eficacia ante los nuevos medios resulta problemática en una medida del todo particular. Como empezábamos diciendo al iniciar estas líneas, los nuevos cauces de la informática están en buena medida ocupando un panel preponderante en cuanto hace a la información. La posibilidad de navegar por internet –si utilizamos una expresión que hoy es ya un lugar común en nuestro lenguaje- nos abre a todos vías de acceso a la información incomparablemente superiores a las conocidas hasta hoy, con la peculiaridad de que somos ahora nosotros mismos los que creamos la información y nos la procuramos. Los canales abiertos son miles y miles, y cada uno de nosotros, cada institución, cada confesión, cada entidad, puede crear otros muchos. Y apenas si cabe impedir que cada navegante acceda sin control a los que desee.
La sociedad de la información, en su sentido actual, resulta ser de todo punto nueva, y ha sucedido a la sociedad industrial; podría ser definida como la sociedad de la centralidad mediática, e internet como el estandarte del cambio. Así, se da lugar a nuevas formas de pensar en el marco de una auténtica revolución cultural, pues el ser humano, ante la avalancha de vías abiertas ante su mente, fácilmente se perderá en ellas, se sentirá inclinado a renovarse y abandonará valores aceptados y sólidos para seguir novedades que se le presentan como el último grito de la moda en el campo del pensamiento.
Pero la mejor manera de definir la moda es decir que es aquello que enseguida pasa de moda. La cultura de la última propuesta será olvidada mañana; es una cultura efímera. Los propios medios, en su versatilidad, dependientes de la iniciativa de todo creador de un cauce nuevo navegable, así lo imponen. Y es fácil suponer que tales improvisaciones que cada día nacen, deslumbran y pasan, es difícil que estén adornadas de las dos primeras cualidades que la cultura clásica atribuye al ser: la verdad y la bondad. Tal vez sí de la tercera, la belleza, pero en el reino de lo efímero la belleza se marchita pronto.

No sólo, pero sí muy particularmente en el terreno religioso, lo efímero está extrañamente relacionado con el mal, que es de por sí deslumbrante pero mentiroso, prometedor de una felicidad falsa y vacía. Es curioso, pero la mejor cita que se me viene a mano en apoyo de esta tesis no la he tomado de fuentes científicas, sino de una novela policíaca: “Se me ocurrió de pronto pensar –escribe Agatha Christie en “El misterio de Pale Horse”- que el mal era, quizá, más impresionante que el bien. Y esto siempre y necesariamente. ¡Tenía forzosamente que convertirse en espectáculo! ¡Tenía que sobresaltar, adoptar una actitud de reto! Era la inestabilidad atacando a lo estable”.
La inestabilidad atacando a lo estable. Nada más estable que los dogmas y los valores religiosos, los de cualquier religión. Nada más inestable que la actual cultura mediática. ¿Cómo hacer que perdure, influya y actúe sobre los hombres lo estable navegando en brazos de lo efímero, cuando cada uno de nosotros se puede ver invitado a la duda desde los más inesperados reclamos? Y más si se tiene en cuenta que la duda, en este caso el mal que sobresale, sobresalta y ataca nuestra estabilidad interior, se presenta como una exigencia de modernidad frente a la acusación de quedarnos anclados en una cultura caducada. Hay que derribar viejos dogmas, se nos dice. Todo es relativo, se nos predica. ¿Cómo vencer esa incompatibilidad entre lo sumamente estable y lo extremadamente pasajero?

Los propios medios nos ofrecen una respuesta: lo estable no puede perdurar porque es incompatible con el mundo que ahora está naciendo. En el mundo de los siglos futuros la religión no será un valor, ni siquiera será. Basta echar un vistazo al cine y la novela futuristas.
En la serie de “La Guerra de las Galaxias”, asistimos a un mundo inmenso -sus distancias se miden en años luz, sus mundos habitados se cuentan por millones- en el que la religión no está presente. Nunca se habla de Dios. En su lugar, el Bien está representado por una realidad misteriosa, la “Fuerza”, que se reduce a un arma digamos “espiritual” que determinadas personas poseen para evitar la tiranía y establecer la justicia terrenales. En el primer episodio, la madre del niño Anakin, a la pregunta de quien es el padre, responde que no lo sabe, que se encontró al niño en su vientre. La alusión es muy clara, pero Anakin, convertido en un adulto, no llegará a ser el líder del Bien, sino Lord Vaider, el instrumento del mal.

En la serie de novelas del ciclo de la “Fundación”, Asimov prescindirá por completo de Dios. Lo único que de nuestros tiempos hace llegar a los siglos futuros es la lucha por el poder: tiranía frente a justicia, y nada más. Detrás de los defensores de la justicia está la ciencia de un Doctor eminentemente sabio, no la enseñanza y la llamada de la Divinidad.
En las “Crónicas de Narnia”, el León que encarna al Bien será traicionado por uno de los suyos, entregado a sus enemigos, y asesinado, para resucitar luego y restablecer el orden y acabar con la tiranía -otra vez un concepto meramente temporal de la felicidad-. No cabe mayor claridad en el paralelismo: pero no estamos ante un mundo sobrenatural, ante una llamada y una exigencia de salvación, sino ante un mundo meramente natural y por tanto efímero, en el que la felicidad se mide en bienestar, no en santidad.
En la serie de Harry Potter, en el colegio de Magos se celebra cada año solemnemente la Navidad, recurriendo a todos los símbolos actuales de la misma: el árbol, los regalos, la cena... Pero ¿qué están celebrando? Navidad significa nacimiento: ¿quién ha nacido? ¿por qué hay que celebrar una fiesta vacía de motivación? Allí se pretende que existe la bondad, pero tampoco está presente Dios. Es cierto que ya hoy, en muchos lugares y entre muchísimas personas, la Navidad se celebra así, sin reparar ni meditar en cuál es su razón de ser. Justamente lo que los nuevos media transmiten, la imagen sin símbolos, la celebración y no lo celebrado, el mal que vive entre nosotros y que desplaza deprisa al Bien que todavía ahora podemos sin embargo encontrar, pero cuya pervivencia no interesa a la cultura de lo efímero.

Se está así creando un hombre desprovisto de valores. Y cuando el ciudadano está vacío de valores, es presa fácil de todo totalitarismo, precisamente porque carece de razones para resistir. En este sentido, la cultura de lo estable es una gran fuerza frente al poder tiránico: la religión lo es especialmente, en cuanto que posee un concepto de justicia estable, inconmovible, ya que su fuente es la Divinidad. Por el contrario, el consenso universal en unos mínimos éticos, que definirían un concepto humano de justicia, y que hoy es una constante en la predicación de los media, ha demostrado ser una entelequia inalcanzable: llevándolo al extremo, nos encontraremos con el terrorismo, en su faceta de muerte de inocentes considerada un medio justo para obtener un fin justo, y tendremos que reconocer que sus defensores no van a llegar a ponerse de acuerdo con sus víctimas sobre unos mínimos éticos que garanticen la convivencia. Podremos denominarles criminales, pero ellos se consideran luchadores por la justicia, y la ética común es imposible. Sin tener que mencionar el aborto, la eutanasia o la clonación, por poner ejemplos cotidianos en los que quienes tienen fe en una Revelación divina, quienes consideran la vida humana como un don de Dios del que el hombre no es dueño, difícilmente llegarán a un consenso ético de mínimos con quienes no poseen aquella fe. Y se está demostrando que el mejor camino para establecer el reinado de la ética mínima e inestable –cuyos únicos valores son de carácter material: poder, riqueza y orden- consiste en allanar, mediante los media, el camino a la tiranía.
Hemos mencionado al hombre sin valores. El vacío previamente provocado mediante la eliminación de los valores religiosos lo están llenando otros valores impuestos, que suicidamente aceptamos. El producto es un hombre al que se ha vaciado de su condición de creatura salida de las manos de Dios –por lo que es titular de una dignidad de carácter superior e intangible-, es decir, un hombre deshabitado de sí mismo. El propio ordenador con el que estoy ahora escribiendo estas páginas me ha subrayado la palabra creatura; me señala que debo corregirla, que no es correcta, que no figura en su diccionario. Lo ha programado alguien que no ha tenido en cuenta la creación; criatura sí, porque se cría, creatura no, porque se crea. Para defender que el hombre es una creatura, tengo que imponerme al ordenador, porque de por sí -en el marco de este medio, de esta cultura mediática- ya no poseo el derecho al uso de aquello en que tengo fe.

Deshabitado el hombre de sí mismo, pasa a verse habitado por un ideario de origen estatal –Estado sí, sociedad no- cuya única perspectiva es un sistema cerrado y efímero. Un caso paradigmático de ello es el comunismo soviético, un sistema político que contó con un alto número de teóricos desde Marx en adelante, que se extendió por múltiples países y se mantuvo largo tiempo vigente. Pero sus horrores pudieron menos que sus errores. Y es que su firmeza era sólo aparente: un gigante con pies de barro, que inesperadamente y en muy poco tiempo se vino abajo. Medio siglo de existencia. La más nueva de las religiones tiene mucho más tiempo tras de sí, y va a durar mucho más pese a todo. El hecho es revelador de cuanto vengo argumentando.
Y no es menos revelador de que vivimos en una sociedad cobarde, o ciega, que incongruentemente se deja desnudar de sus valores, el hecho de que el sistema marxista, efímero de por sí y ya caduco, se mantiene en algunos países, con voz y voto en los foros internacionales, al par que aceptamos grupos políticos que patrocinan aquella doctrina, radicalmente totalitaria y negadora de las libertades, en nuestras tolerantes democracias, que no toleran en cambio el crucifijo o el velo islámico y piensan que así aseguran la libertad y la igualdad. No son los únicos ejemplos posibles, pero sí que resultan bastante relevantes en relación con lo que puede resultar del hecho de privar al hombre de la fe y entregarle a la nada, tarea en que claramente se enfrentan en los medios de comunicación el concepto sobrenatural de la vida que propugnan las Confesiones y el meramente natural a que quieren reducirnos muchos creadores de opinión en todo el mundo.

La nueva situación de la información interpela a los poderes públicos y a los ciudadanos; interpela también directamente a las Confesiones. Éstas entienden con frecuencia que su presencia en los medios, a que justamente consideran tener derecho, posee sobre todo una finalidad proselitista. Hoy por hoy, pienso que –sin renunciar por supuesto a sus derechos de manifestación y difusión- no debiera ser aquel el objetivo primordial, sino la defensa de los valores comunes a todas las creencias religiosas o, dicho de otro modo, la exposición y defensa de la necesidad de la religión en el mundo. Durante siglos el primer enemigo de cada religión lo eran las demás; esta realidad, origen de tantas guerras y persecuciones lamentables, solamente fue posible en una sociedad universal no desacralizada y en base a un desenfoque de su verdadera misión por parte de las Confesiones. Hoy ya no cabe. En un mundo en vías de una progresiva secularización, la primera batalla que las Confesiones tienen que librar no es tanto su propia -la de cada una- expansión, sino la defensa del valor religioso de la vida humana, de la presencia de la idea de religión en el mundo. La apostasía ha sido tradicionalmente el paso de una religión a otra; hoy es el abandono de toda fe. Lo cual es mucho más grave, para el hombre mismo, para su felicidad terrena y eterna, y para la estabilidad de la sociedad en un marco de justicia.
En enero del año 2000, la International Religious Liberty Association convocó en Madrid a veintisiete expertos internacionales en el campo de la Libertad religiosa, para que estudiasen el tema del Proselitismo y enunciasen unos principios que pudieran inspirar la acción proselitista de las Confesiones en el mundo presente. Los reunidos habían sido invitados en razón de su personal competencia -internacionalmente demostrada mediante sus publicaciones, su participación en foros científicos y sus notorias actividades en defensa de la libertad religiosa y de creencias- y procedían de dieciséis países (Alemania, Argentina, Bélgica, Colombia, España, Estados Unidos, Francia, Israel, Italia, Noruega, Polonia, Rusia, Senegal, Suiza, Túnez y Venezuela); los había musulmanes, judíos, y cristianos de varias confesiones. El resultado de su trabajo se hizo publico en formas de unos “Guiding Principles for the responsible Dissemination of Religion or Belief”, remitidos a todos los principales centros religiosos, culturales y políticos. Evidentemente, no eran normas jurídicas sino principios éticos; no los avalaba un poder político sino el prestigio científico y moral de sus autores. Y a la par que señalaban caminos para un proselitismo confesional ponían de relieve la actual trascendencia de la proyección social de los principios religiosos; de ahí se deducían unas normas de comportamiento ético de cada Confesión para con las demás, apoyando el lógico esfuerzo en que todas se hayan comprometidas a favor, como es lógico, de su propia expansión y, al par, de la realización en el hombre y en la sociedad del plan divino de la salvación.

En tal base se apoya la necesidad de una acción común de las Confesiones, que no supone un sincretismo que borre sus diferencias; el credo de cada una tiene su propio contenido irrenunciable y el derecho a considerarse salvífica le es connatural a todas ellas. El respeto al juicio definitivo de Dios sobre la conducta humana supone la no condena de religión alguna ni el desprecio de ninguna por parte de las demás; el proselitismo es siempre y por tanto una acción que no puede apoyarse en la minusvaloración de los demás; y el común denominador de todos los movimientos religiosos ha de conducirles a un apoyo indeclinable a la proclamación y el reconocimiento de la dignidad de la persona humana como don de Dios. En este contexto, obviamente lo inaceptable sería la ofensa, ya que la perspectiva histórica revela unas posibilidades ciertas de instrumentalización del proselitismo a favor de una actitud excluyente y peyorativa de los otros credos, detrás de la cual puede esconderse un empeño -del que también podemos alegar ejemplos- en utilizar la religión como una fuente de poder social, económico y sobre todo político. Los supuestos, por desgracia, no faltan en los momentos que vivimos.
Hay que racionalizar, pues, el uso de los nuevos medios técnicos en orden a evitar daños y a obtener beneficios, y ahí juega un primer papel el Derecho, llamado a proteger los valores sociales e individuales. El cometido del Derecho se ha polarizado en la regulación de la titularidad y el acceso a los medios de comunicación, al par que de la utilización que de los mismos se hace por sus titulares: contenidos y límites. De modo que, al llegar a este plano de lo jurídico, una vez planteado con anterioridad el plano de la ética, lo primero a preguntarnos es: ¿quién emana ese Derecho? ¿de dónde procede? O ¿quién lo inspira? La pregunta transciende las fronteras nacionales, pero no sólo para atraer nuestra atención sobre los organismos creadores del Derecho internacional, sino para hacernos reflexionar en que el papel directivo en este campo está hoy en gran medida en manos de corporaciones mediáticas transnacionales, que poseen el control económico e ideológico de los media más allá de los gobiernos y las fronteras.

Ante esta cesión encubierta de soberanía de los Estados -no encubierta por poco patente, sino por cuanto hacen los Estados por mantener la cada vez más obvia ficción de su poder omnímodo-, y ante el paulatino trasvase del poder mediático a organismos supraestatales, las Confesiones religiosas tienen que caer en la cuenta de que ellas son precisamente entidades de tal tipo, supraestatales, y calcular las posibilidades que está realidad les ofrece. Hasta hace muy poco, lo que la historia nos mostraba eran Iglesias de Estado, interesadas en mantener la confesionalidad de Estados concretos, o su propia supremacía en países determinados. La existencia de Iglesias nacionales -empleo ahora el término Iglesia en un sentido muy amplio, para mayor simplicidad-, apoyadas en una fuerte unión entre el poder político y el religioso, ha sido durante siglos el sueño de muchos regímenes políticos y el modelo ideal de muy variadas Confesiones. El actual pluralismo ha borrado del mapa este fenómeno, hoy de carácter residual, siendo de lamentar que algunos sectores religiosos no lo estén comprendiendo así. Y en una sociedad pluralista las Confesiones han de olvidar el viejo sueño de las confesionalidades para tomar conciencia de aquella condición -la de ser organismos supraestatales- notoriamente ventajosa que poseen y de la que podrán obtener notables beneficios para la causa de la religiosidad en el mundo.
En concreto, toca a las Iglesias cristianas del ámbito occidental-universal -sin menoscabo de la función de otras Confesiones, y por referirnos al espacio cultural y social en que nos estamos moviendo- el cometido de ser las grandes defensoras de la libertad, que en el campo a que ahora nos estamos refiriendo ha de ser la libertad de información, de pensamiento, de creencias, de conciencia, de expresión y manifestación. Ello es una consecuencia directa del hecho de que son las protagonistas del hecho religioso en aquel sector de la humanidad en el que han visto por vez primera la luz la proclamación y el reconocimiento de los derechos humanos, las que hoy llaman los especialistas libertades de primera generación, a partir de la Declaración de Virginia de 1776 y de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789.

Esta función ha de llevarse a cabo en el campo de la doctrina, por obra de dirigentes religiosos y de estudiosos, pero también les toca en la misma un importante papel a los medios de comunicación. Se trata del tema de la Religión como materia constitutiva del mensaje que los media difunden en todo el mundo. Lo cual nos pone en relación con la tarea que toca a las Confesiones en cuanto que integrantes de la sociedad civil, en la que son o han de ser -como se ha apuntado más arriba- las inspiradoras del concepto de justicia, ya que sin ellas este concepto se relativiza y se vacía de contenido. Lo cual las convierte, en relación con el mensaje mediático, en objeto y sujeto al par: son -han de ser- sujetos de la titularidad de algunos medios, necesarios para asegurar su deber y su derecho de comunicación, y objeto de la información y la opinión que difunden otros medios ajenos. Es aquí -también se ha aludido a ello con anterioridad- donde al ordenamiento jurídico de los Estados, con apoyo en la normativa internacional, le corresponde un deber de garantía y protección que lamentablemente falta o deja de operarse en múltiples países. Todos conocemos casos de medios de comunicación de todo tipo que impunemente ofenden y denigran sea al fenómeno religioso sea a diferentes manifestaciones del mismo; la reacción de alguna Confesión está consiguiendo por la vía del terror evitar esas ofensas, en contraste con la pasividad de otras cuyos creyentes soportan sin reacción la calumnia o el desprestigio. Ni la violencia ni la pasividad son los mejores caminos para afianzar en el mundo la efectiva responsabilidad que toca a las Confesiones en la defensa de los valores que promueven, que en gran medida les son comunes, y que suponen la única opción ética posible en el seno del relativismo negador de la existencia misma de la verdad.

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